Arrastrando la Venera

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Capítulo 1: Rumbo a las estrellas



Madrid. 29 de junio de 2015.
Siete y veinticinco de la mañana y, como siempre, llegué apurado a la salida del tren en Atocha. Me pararon el interventor y los controladores de billetes que no me permitieron acceder al andén. Les expliqué que a la bici le quitaría la rueda delantera en el andén y la metería en su funda pero que si lo hacía allí arriba no podría bajarla pues también debía llevar las alforjas. Nanay. “Además, el acceso se cierra ya, el tren va a partir”- sentenció el interventor.

La historia podría comenzar aquí pero este no es más que un episodio. En realidad comenzó unos meses antes, cuando se me cruzó por la mente la idea de realizar el Camino de Santiago en bicicleta y ya se sabe que cuando se cruzan intención y oportunidad no queda más que elegir el medio y se produce la realización.
Finalmente hube de sacar un billete nuevo para el siguiente tren con destino a Pamplona (11:35 horas). Entretuve el tiempo en rascarme los tobillos como un babuino y en exponer, obviamente no a la vez, mi queja por escrito por el incidente con el interventor para intentar lograr un reintegro del precio del billete. Haraganeando un rato en la cafetería de la estación, sin perder de vista la bici, deambulando un poco ante las puertas de acceso a los andenes y, sobre todo, soñando con el viaje previsto, el tiempo se fue pasando como pasa un anciano del sopor a la melancolía, tranquilamente.
El interventor de este nuevo tren era un tipo amable y concienzudo. Entre los dos colocamos la bici dentro del tren de forma que no molestase ni impidiese el paso hacia las puertas en caso de urgencia. Una simpática azafata (o camarera, o auxiliar de tránsito o como sea que se denominen) me hizo más llevadero el viaje dándome palique. Aunque estaba preocupado, en principio, por no saber si me daría tiempo a llegar a la Estación de Autobuses de Pamplona para enlazar con el bus de Roncesvalles, rápidamente me quité tan molesto pensamiento de la cabeza haciendo uso de mi llave mental favorita: “todo saldrá bien, como siempre”.
Y así fue. Tardó el tren 3 horas en llegar a destino por lo que eran casi las tres de la tarde cuando llegamos a Pamplona. Montando la rueda delantera y las alforjas inicié el ascenso desde la estación ferroviaria hasta la estación de autobuses, en lo alto de la ciudad. Estas primeras pedaladas bajo el calor de las tres de la tarde, bordeando el parque de la Taconera, cuesta arriba, me enseñaron a no tener prisa y buscar la sombra en mi propia sombra. La moderna estación de autobuses de Pamplona con sus múltiples muelles, escaleras mecánicas y ascensores me acogió. Pude comprobar, en primer lugar, que la ventanilla de la empresa Artieda, que cubría el servicio a Roncesvalles, abriría para la venta a las cuatro de la tarde. ¡Genial!
Hasta las seis de la tarde no saldría el bus por lo que me di una vuelta con la bici por los alrededores. Llegada la hora, me dirigí al andén en el que entablé conversación con una valenciana (Celieta) que también haría el Camino en bici. Ayudamos al conductor a meter las bicis en el maletero del bus que, aunque bregado en ello, siempre lo agradece y salimos rumbo a las estrellas.
La conversación en el bus me demostraría lo diferentes que eramos Celia y yo como bicigrinos: ella planteaba el Camino desde una óptica muy viajera e independiente, portando un hornillo para prepararse la comida y exponiendo la poca necesidad que sentía por dormir a cubierto. Yo, sin embargo, tenía la intención de comer donde me asaltase el hambre, beber donde tuviese sed y dormir allá donde hubiese un techo y una ducha disponibles. Soy así, un sibarita.
Al llegar a Roncesvalles, conocimos a un sevillano, Javier, que llevaba también montura y la misma intención que nosotros. Guardamos las “mulas” y tomamos plaza en el albergue de peregrinos, además de poner nuestro primer sello en la Credencial de Peregrino. Tras una ducha más reconfortante por el calor del día que por el cansancio y una vuelta de reconocimiento por los alrededores, cenamos Javier y yo con unas peregrinas japonesas muy simpáticas. En los albergues se impone un horario que parece espartano (a las 10 de la noche cierre, a las siete de la mañana ya casi está vacío) pero pronto te acostumbras e incluso lo entiendes como el más adecuado. Pese al cambio de actividad respecto a mi vida diaria, a la temprana hora en que me fui a dormir, a la cantidad de estrellas que cuajaban el cielo, al volver a dormir en multitudinaria compañía,...pese a todo, dormí de un tirón.

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